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ESTETICISMO

Permítaseme un tono un tanto vehemente; desde hace cosa de dos años vivo, intelectualmente hablando, en una fase de desengaño y autocrítica salvaje (aunque sólo más recientemente ello se está plasmando en forma escrita), y matar a tu propio yo –no ya “al Padre”– de los últimos quince años es una catarsis muy dolorosa que no pude llevarse a cabo con delicadeza. Hay que amputar trozos de uno mismo, lo cual exige una gran dureza. Todo lo que digo a continuación, aparentemente de otros, lo estoy diciendo en realidad de mí mismo, del yo que he sido durante estos años y que estoy intentando dejar de ser.

Mi formación filosófica, en la Complutense, fue básicamente idealista. Es lo que predomina allí. Estuvo basada fundamentalmente en un núcleo teórico duro consistente en el idealismo alemán, Nietzsche –autor en el cual me doctoré– y Heidegger. Aunque entonces hubiera argumentado con furor contra esta afirmación, y de hecho los expertos se llevarían las manos a la cabeza al oírla, ahora veo con claridad meridiana que todo eso es lo mismo: idealismo alemán. Da igual lo mucho que Nietzsche o Heidegger hayan criticado a sus predecesores intelectuales; ellos pertenecen a la misma corriente. Se puede matizar y hablar de neo- o tardoidealismo, pero la cosa no cambia mucho. Y toda la filosofía que ha venido después y bebe de uno u otro de estos autores –o sea, casi toda la tradición continental–, es igualmente idealista, aunque no se quiera reconocer tal: la hermenéutica y la posmodernidad (como, por supuesto, la fenomenología) son formas de idealismo. Un discurso teórico que cree la teoría una esfera independiente de la realidad y poseedora de una serie de derechos, por no decir privilegios, sobre el conocimiento empírico y la praxis. Un discurso que, de tanto no querer descender a lo empírico y concreto, al final es un discurso sobre nada, sobre la nada (como se hace explícito en Heidegger); o es una mera reflexión sobre la historia de la filosofía (una metahistoria que se alimenta de sí misma y se toma como contenido para tener algo que decir, como podemos ver en Gadamer); o peor aún, una reflexión sobre su escritura, estilo, tropos y demás, o sea, sobre el modo en que se construye un discurso que en el fondo no deja de ser un género literario (así, Derrida). Al final, cuando uno hace un balance honesto de lo que sabe, se da cuenta de que no sabe nada, de que esa filosofía sólo habla acerca de la filosofía (da igual que la critique, deconstruya, de que haga su arqueología, etc.), protegida –pero a la vez atrapada– en una cómoda atalaya desde la que contemplar un mundo que le interesa tan poco como ella a él.

Yo fui un cumplido estudioso de esos autores durante un largo período que ahora sólo puedo denominar mi “adolescencia intelectual”, la cual, desgraciadamente, dura bastante más que la otra. El final de los grandes relatos, la crisis de la representación y la fundamentación, y la consumación de la metafísica (entendida como violencia discursiva que satura el horizonte del sentido imponiendo un conjunto de significaciones como “la Verdad” en perjuicio de otras interpretaciones, entre ellas, cómo no, las estéticas, que supondrían una apertura de nuestros horizontes intelectuales) eran –y supongo que debería decir “son”– mi especialidad, aunque he terminado detestando esos enfoques y, en lo personal, retractándome de casi todo lo que pude decir o escribir hace una década e incluso hace mucho menos. De hecho, lo escrito es estas páginas es prueba de esa evolución intelectual mucho más que mis artículos publicados. Actualmente me considero un materialista (aunque no en el más ortodoxo de los sentidos) y creo que los discursos acerca del fin de las ideologías no son otra cosa que ideología, conscientemente o no liberal o conservadora –siendo considerados el liberalismo y/o el conservadurismo estados de “normalidad”–, que justifica el statu quo que ahora, con la crisis mundial, se ha desintegrado. De hecho, los enfoques que se definen sin más como “hermenéuticos” o “posmodernos” me parecen lenguajes privados para que profesores universitarios que no quieren ocuparse de los problemas reales del mundo y que en general no saben nada de ciencias naturales ni sociales, justifiquen sus publicaciones y participaciones en congresos.

Es habitual denominar a ese tipo de discurso “estético” (se habla incluso de “ontologías estéticas”), y lo es en el peor posible de los sentidos: el de alejarse de un mundo en el que no se pinta nada ni se tiene nada que decir, por lo que uno se refugia en una esfera cómoda en la que se puede sostener lo que se quiera sin miedo a equivocarse, puesto que “no existen ni la verdad ni la mentira”. Posturas que suelen ampararse en Nietzsche; por lo menos en cierta lectura de él (la que, en realidad, no hace sino “castrarlo”, puesto que lo “estetiza” en la misma medida en que lo “despolitiza”, que es lo que en general hace este pensamiento de los “post” y los “trans” y los “meta”). Pero ciertamente es muy posible que el discurso de Nietzsche ya peque de lo mismo que el de sus émulos, esto es, de construir formulaciones teóricas que parecen tanto más críticas cuanto más inanes son, porque no van a la raíz de los problemas. Una raíz que es política y económica, esto es, material, colectiva, y que poco tiene que ver con crisis de valores u olvidos de dimensiones originarias –argumentos éstos en el fondo teológicos, por más que se invierta su signo.

Lo que se observa habitualmente es, en efecto, la pretensión de que se combate un estado de cosas desde interpretaciones que elaboran “alternativas al mundo”… Como si hubiera alternativas a éste que no fueran transformaciones materiales (como decía: políticas y económicas), en vez de simples discursos efectistas, expresiones de un pensamiento que se dice “auténtico”, el cual esconde tras una jerga enrevesadísima que a la hora de la verdad no dice nada. Como ya he criticado en diversas ocasiones (especialmente en "Posmodernidad estandarizada"), estas posturas teóricas son la coartada perfecta para el discurso fácil y autocomplaciente de la gente del mundo académico que cree afirmar algo cuando no hace sino emplear expresiones vacías y retóricas que no producen efecto ninguno fuera de la academia misma, por más que piense estar “haciendo historia” mientras nadie la escucha. Un pensamiento que no tiene absolutamente ningún tipo de compromiso con nada, ni siquiera consigo mismo.

En teoría, el recurso a “lo estético”, en el uso contemporáneo ya consolidado del término, hace referencia a que con anterioridad ontológica a los discursos tecno-científicos, económico-políticos, etc., hay una dimensión interpretativa de la existencia (una experiencia de la misma no atada a significante alguno) abierta a múltiples posibilidades; múltiples interpretaciones que, en un plano de igualdad (porque nadie tiene la autoridad para decir que una es “más verdadera” que otra), dan cuenta del problema del sentido. Éste es por tanto objeto de una hermenéutica –que lo descifra, remitiéndolo al significante originario– o de una de(con)strucción –que muestra su carácter siempre segundo, supletorio de un original que nunca se ha dado–. Éstas son, aun extremadamente reducidas, las dos grandes ramas del “pensamiento continental” contemporáneo (casi hasta se podría añadir, aunque ya es excesivamente reduccionista: la alemana y la francesa, respectivamente), que comparten raíces teóricas y en el fondo remiten, como decía, a una comprensión idealista de la realidad.

Y en efecto, este tipo de discursos encuentra su matriz argumental en la Crítica del juicio kantiana. Allí es presentado el “juicio estético” o “de gusto”, que a diferencia del “juicio determinante” de la ciencia (presentado en la Crítica de la razón pura) o el de la moral (presentado en la Crítica de la razón práctica), no está categorizado de antemano, sino que parte de lo dado para elevarse a un concepto que nunca se alcanza, de modo que pone en marcha una discusión sin fin (“finalidad sin fin”, la llama Kant, pero hoy la llamaríamos interpretación, sin más) que “hace pensar”. En esa búsqueda de un concepto inalcanzable (puesto que éste supondría hallar una verdad que agota su asunto y liquida así toda conversación sobre éste), se demuestra la capacidad de los seres humanos para ponerse de acuerdo sobre algo en ausencia de demostraciones; una condición de posibilidad a priori del consenso, de la intersubjetividad, que demuestra la existencia de un sensus communis (“sentido común”) que en última instancia –porque Kant va por ahí– sostiene la posibilidad de una república (democracia). En ello se revela algo sorprendente, y es que antes de la verdad (es decir, la adecuación del concepto a la cosa) está la experiencia de la belleza (a saber: la búsqueda del concepto de la cosa, el cual nunca termina de presentarse, lo cual produce un “dolor intelectual” por otro lado estimulante) como algo anterior y posibilitante de todo discurso –dicho de otra forma: todo significado conceptual se da sólo sobre la base de un sentido previo, el cual no se puede hacer a su vez explícito conceptualmente.

De un modo u otro, todo el recurso actual a la “experiencia estética” gira en torno a esto, que está impecablemente argumentado en Kant; pero otros han querido sacar de aquí lo que no hay y lo han convertido en la justificación para decir lo que les parece de forma absolutamente arbitraria y sin tener que argumentar sólidamente nada –como sí había hecho Kant en sus dos primeras Críticas–, alegando que “todo es interpretación”. Y es esta arbitrariedad y falta de rigor, este discurso apolítico (porque la filosofía, como la monarquía, está por encima de las disputas partidistas, y ello porque en el fondo hay que proteger el estatus académico y editorial y llevarse bien con todos) y acientífico (porque la ciencia es la forma definitiva de metafísica, de olvido de esto o de imposición de aquello, o sea: porque no se tiene ni idea de ciencia) lo que ha conducido al descrédito actual de la filosofía, al hecho de que su progresiva irrelevancia haga que incluso en el mundo académico muchos se encojan de hombros y digan “¿y qué?”, o incluso que aplaudan la desaparición de tanta charlatanería huera. La de ese discurso sobre las superficies y contra la sustancias que, en efecto, es puramente superficial y carece de todo contenido que pueda interesar a nadie fuera del propio mundillo filosófico… y cada vez a menos dentro de él. Un discurso mimado y consentido, hijo del Bienestar y condenado a desaparecer con él para que los auténticos problemas del ser humano vuelvan a estar sobre la mesa y para que las polémicas teóricas vuelvan a ser tan agrias como tienen que serlo en un espacio dialéctico en el que todas las opiniones no valen igual.